Por Settimo
#29 — L1 — Mano a mano
Tras la masacre en la superficie, Scaglia herido físicamente y dolido por la muerte de Pupé, se reune con Arloro y sus guardaespaldas en los túneles. El grupo logra abrir el depósito de armas con la ayuda de Martin y Laura, preparando la resistencia. Justo entonces aparece Lagostena, maltrecho pero vivo, asombrando a todos y liderando un asalto brutal. El enfrentamiento cuerpo a cuerpo se vuelve inevitable.
La embestida fue importante, muchos de los nuestros terminamos caídos por la atropellada de los escudos antimotines, el lugar era muy reducido. Entre el polvillo y la cercanía con nuestros adversarios nos dificultaba usar algún tipo de arma de fuego.
—¡Sin prisioneros!—gritó Lagostena—. Su rostro daba espanto, tenía casi toda su cabeza quemada y se notaba, en su extremada violencia, una buena dosis de morfina.
Dispuestos espalda con espalda, el Grandote aplicaba todo tipo de luxaciones de rodilla y tobillo, combinados con estrangulaciones fulminantes mientras que su compañero, el más joven de los de Scaglia, se movía cuan experto en Eskrima filipina con sus bastones Tambō cargando Cascos. Junto a Raúl nuestra lucha fue más barrial… puños, codazos, rodillazos y algún que otro disparo a corta distancia.
—¡Mantened firme la línea! ¡Ni un paso atrás!—arengaba Arloro.
Serpenteaba como una cascabel derribando soldados a quemarropa con su pistola en su mano derecha y aguijoneando con su puñal en la izquierda, su habilidad en la lucha cuerpo a cuerpo asombraba.
Laura quedó arrodillada frente al cuerpo de su amado, totalmente aturdida por la situación, Scaglia salió al cruce poniendo su cuerpo para protegerla. Recibió casi todos los disparos disparos. Aún así, la tomó entre sus brazos y con dificultad la retiró de la batalla. Ella, azorada miraba por encima del hombro de Scaglia el cuerpo tirado en el piso de Martin ya con sus ojos vidriosos y sin vida.
Raúl, se adelantaba en la avanzada, tenía su mirada fija hacía Lagostena. La traición de este repugnaba a todos, pero él lo tomó muy personal; existía una historia de batalla entre ambos que desconocíamos.
—Comandante, lo estoy esperando…—le dijo otra vez Lagostena.
—¡Puto sicario! No sabés lo que te espera, vas a implorar por tu muerte.
Tomó impulso y de un giro le aplicó una patada en su pecho que lo hizo retroceder algunos metros. Lagostena se rearmó y contestó con puños acertados sobre su rostro e intentó llegarle con su pistola pero Raúl pudo descartarla de un manotazo cruzado y aplicarle un buen uppercut haciéndolo tambalear. Turbado sacó su daga y lanzó la estocada, rápido Raúl la frenó con sus dos manos a centímetros de su cuerpo y le aplicó un buen rodillazo en la entrepierna obligándolo a curvarse. La lucha en tan estrecho lugar fatigaba a los dos y la posibilidad de morir se transformaba en una diminuta línea kilométrica, aún seguían con sus brazos entrelazados. El forcejeo de ambos quedó estático, la fuerza se transmitía en dolor. Con un último movimiento de manos, Raúl quebró sus muñecas y enterró el puñal en la garganta del sicario. Quedó mirando fijamente su rostro… inmutable con los dientes apretados. Lagostena recibió merecidamente su última imagen.
—Y así mueren los bastardos traidores—dijo—, como cerdos… ahogados en su propia sangre nauseabunda.
Retiró el cuchillo desgarrando aún más su cuello, lo limpió sobre el muslo y lo enfundó en la cintura, mientras Lagostena estiraba sus brazos tembloroso en agónico deceso.
—Ya no pertenecés a este mundo… —Raúl se persignó de forma rara y retomó la lucha.
El recuento de bajas en ambos bandos fue cruenta, pero nuestra ferocidad de respuesta y la caída de Lagostena resistieron el ataque sorpresa, obligando una victoria escueta.
Con dificultad, nuestros hombres obstruyeron la brecha de entrada al depósito presto a esperar la nueva arremetida. debíamos ser rápidos.
—Sr. Scaglia, pronto volverán con más refuerzos y esta vez no creo que tengamos el resultado anterior—dijo su joven acólito
Scaglia, agitado por las heridas, me miraba como para decirme algo. Me acerqué a asistirlo mientras Laura, a su lado, seguía totalmente perdida.
—¿Cómo está, usted? Ha recibido varios disparos, déjeme verlo—le dije.
— Calma muchacho, este cuerpo ha recibido mucho más que eso, mejor atiende a esta ragazza , ella tiene una herida molto più grande y no precisamente de las que sangran y matan. Lo ha perdido todo.
Trató de levantarse y esbozó una queja de dolor, los guardaespaldas corrieron a ayudarlo.
—Ya dejen de molestarme ¡ Porco Dío , aseguren la entrada!
El lugar quedó liberado pero después de la incursión no todas las armas estarían prestas a ser tomadas y nuestro tiempo se acababa. Los ánimos se hallaban bien aunque el esfuerzo fue superador y el cansancio se sentía.
—Retirémonos inmediatamente, hay que refugiarse—dijo Arloro—, cargad el armamento que podáis y volemos este puto depósito.
Scaglia me tomó del brazo…
—Una retirada no es una derrota para quien posee una voluntad decidida y siempre habrá una ocasión de volver victoriosamente a la carga.
—Pero, usted vendrá con nosotros…—le dije.
— Non preoccuparti, ya no puedo moverme muchacho. Tengo un agujero del tamaño de una pelota de golf en la espalda y ya no siento las piernas, sería una carga. Llevá con vos a mis hombres que bien se lo merecen, sono come i miei figli.
—Me encargaré de ello personalmente, les debo la vida.
— Hey! i ragazzi, vengono qui… Maurizzio… Luciano, vieni più vicino —llamó a sus guardaespaldas débilmente en su italiano confuso.
Con las manos temblorosas, retiró su anillo de La Séptima y se lo entregó al Grandote.
— Ti do questo anello figlio mio…, tu sei… il nuovo “Signore”, ¿Capisci?
—Lo llevaré con honor…—contestó sin mover un músculo de su rostro.
— Ora sono solo due. Dio abbia Pupé nella sua santa gloria… cuida di Lucciano, e di questi póveri diávoli. —le dijo al Grandote señalándome y tomándome del brazo.
Beso la frente de ambos y se retiraron los dos mirando el emblema entregado. Sin soltarme del brazo hablo:
— E tu no la hagas más larga, sos como tu padre… un sentimental sin remedio, “stronzo”.
Me dio un suave y firme cachetazo en la mejilla como ultimo gesto de afecto.
Una buena cantidad de armas ya estaban recolectadas, solo debíamos cargarlas, llegar al monorriel y rogar que el escape fuera exitoso. Entonces, de entre los cadáveres, un ruido metálico nos detuvo.
— ¡Lagostena!…Aquí Vaisman…necesito informe preciso…¡Lagostena…conteste!…
La voz del embajador brotó por el receptor del “finado sicario”. Nos quedamos mirándonos mudos, entre el horror y la revelación.