En una ciudad que acaba de conmemorar sus 130 años y que vuelve a mirarse en el espejo de su propia identidad a través del libro Pueblo Esther, voces y huellas, conversar con Humberto Oscar “Pipi” Tuccori es como abrir una puerta directa a la historia de la ciudad. Un pasado vivo, lleno de personajes, anécdotas, risas, polvo de canchas y ecos de bochas que aún parecen rebotar en algún rincón de la memoria colectiva.
Pipi es historia narrada en primera persona. Es testigo, protagonista y guardián afectuoso de una parte esencial del ADN de Pueblo Esther: el deporte, la vida social y los vínculos que formaron comunidad mucho antes de que las instituciones se consolidaran.
Su apellido aparece, además, en las páginas del libro presentado por la Biblioteca José Pedroni, en un capítulo dedicado a la familia Tuccori y narrado junto a su sobrina Claudia. Y es inevitable que su relato personal se entrelace con la historia política de la localidad: su hermano, Ángel Sixto Tuccori, fue el primer delegado organizador del territorio cuando en 1976 Pueblo Esther recuperó su autonomía luego de décadas bajo la órbita de General Lagos.
Sin embargo, Pipi no arranca por ahí. Su memoria se enciende primero por donde siempre se encendió el pueblo: las canchas y las bochas.
El deporte como columna vertebral del pueblo
Pipi creció en un lugar donde cada baldío era una cancha. Literal. Donde el fútbol era la actividad natural de todos los chicos y también de los grandes, y donde el club C.A.J.U. todavía era apenas un sueño que comenzaba a tomar forma.
“Cuando yo era chico, donde había un baldío había una canchita”, recuerda. Y con esa frase abre una ventana a un Pueblo Esther que hoy cuesta imaginar: casi sin casas, con grandes extensiones libres y con apenas algunas instituciones incipientes.
C.A.J.U. se fundó en 1952. Pipi tenía seis años. “Yo siempre viví acá, toda la vida”, dice, ubicando su infancia cerca del refugio de San Martín, en la casa que fue de su papá. Desde allí vio crecer, transformarse, desaparecer y renacer canchas, salones y espacios deportivos.
Pero si hay un deporte que parece tatuado en su historia es la bocha. La bocha como ritual, como disciplina estricta, como arte.
“Las bochas era un deporte bárbaro”, afirma, y la frase le ilumina la voz. Rememora las canchas de Castrichini y la de Borzatto; recuerda la bocha de madera, la obligatoriedad de entrar con alpargatas, la felpita en el bolsillo, el pinche, y especialmente el cuidado obsesivo de la cancha: regar, pasar el rollo, pisonear, dejarla impecable para que cada tiro sea justo.
Cuenta que con un grupo de amigos armaron la cancha de bochas del C.A.J.U. casi sin recursos, organizando asados para comprar madera y materiales. “La hicimos nosotros”, dice con orgullo. Y en ese nosotros incluye una forma de comunidad que hoy parece perdida: trabajo colectivo, tiempo compartido, pertenencia.
En esa época, aclara, había jugadores extraordinarios. Habla del Chiche —abuelo de la operadora de Garra y Gambeta, Maite Castañeda—, de Cacho Galli, de su tío arrimador “torito”, y dibuja con palabras un mundo que tenía tanto de competencia como de camaradería.
Y como si fuera poco, recuerda también los torneos, la Liga, los duelos memorables en Acebal y en los pueblos de la región. De fondo, su voz se mezcla con la de quienes lo acompañaron al estudio —Gustavo Sciaini y Flavio Puccini— para completar escenas dignas de un cuento de Fontanarrosa: clásico con Lagos, apuestas, camisetas, viajes en camión, finales vibrantes y hasta alguna salida corriendo después de un partido caliente en tierras vecinas.
La historia grande, contada desde adentro
De la pelota al archivo histórico, en Pipi no hay distancia. Él vivió la transición del pueblo y sabe de memoria la historia institucional que muchos solo conocen de oídas.
Cuenta, por ejemplo, cómo durante décadas Pueblo Esther dependió administrativamente de General Lagos. Cómo siempre había un presidente comunal lagense y un vicepresidente local, entre ellos el padre del hoy intendente Martín Gherardi. Y relata la anécdota —mitad dolorosa, mitad casi legendaria— de la noche en la que “desaparecieron los papeles” que documentaban a Pueblo Esther como comuna separada.
“Me contaron que estaban en Borzatto… y una noche dejaron de estar”, dice. Y esa frase es un capítulo entero de la historia.
También recuerda los dos intentos fallidos por recuperar la autonomía —en 1968 y en 1974— y la concreción final en 1976, cuando su hermano Ángel Sixto encabezó la reorganización local. Para Pipi, no es un dato más: es parte de la identidad familiar y del legado que hoy su sobrina Claudia recupera en el libro recientemente publicado.
Carreras, bochas, bailes y una comunidad que se hacía a sí misma
La memoria de Pipi no distingue entre historia “grande” e historia “chica”. Para él, todo forma parte del mismo tejido.
Así, pasa sin escalas de la fundación del C.A.J.U. a las carreras de turismo carretera que pasaban por Pueblo Esther en los años cincuenta; de las bochas al salón de baile; del escenario del club a los torneos nocturnos donde se jugaban —literalmente— pollos y lechones apostados por los vecinos; de los clásicos con Libertad de General Lagos a las anécdotas con protagonistas que hoy son parte de la identidad cultural del pueblo.
Evoca a Manrico Puccini, presidente histórico del club, “un hombre adorable” que —según cuenta— cargó casi en soledad con la construcción de la sede, la pista de baile, los vestuarios y el escenario. Y también recuerda las resistencias y prejuicios políticos de otros tiempos, cuando a algunos dirigentes los señalaban por sus ideas o por no alinearse con ciertas mayorías.
Nada de lo que cuenta es lineal. Pero todo está tejido con emoción y memoria afectiva.
Una voz imprescindible para entender quiénes fuimos y quiénes somos
Pipi Tuccori no solo narra hechos: los revive. Se conmueve, se ríe, se indigna, se sorprende todavía de algunas cosas. A sus 80 años mantiene una lucidez afectiva que no se consigue en los libros. Y quizá por eso su relato llega tan hondo.
Hablar con él es entender que Pueblo Esther no nació de un decreto, sino de la suma de gestos cotidianos: canchas improvisadas, clubes hechos a pulmón, familias que apostaron por quedarse, dirigentes que trabajaron sin esperar reconocimiento, vecinos que se conocían todos, chicos que crecieron entre calles de tierra, fiestas populares y tardes de bochas al sol.
“Antes dejabas la bicicleta afuera y no pasaba nada”, dice. No como un lamento, sino como una constatación del paso del tiempo.
Y al mismo tiempo, muestra que todavía hay algo de esa esencia dando vueltas: se percibe cuando habla Gustavo Sciaini, cuando interviene Flavio Puccini, cuando los nombres propios disparan recuerdos compartidos, cuando el deporte vuelve a aparecer como un puente entre generaciones.