Por Settimo
La estancia estaba cerca; en el viaje, el tierral no fue tanto como esperaba.
Cosme me dejó en la puerta del casco principal y se encargó de los caballos. Al entrar, crucé miradas desde lejos con Elisa. Había venido desde Nueva York junto a su prometido para el gran evento; estaba hermosa, como siempre. Me observó con sutileza mientras se llevaba lentamente a la boca unas uvas frescas.
Doña Cristina, la madre de Elisa, junto a su criada advirtió la escena y como escoltas precavidas, tomándome de los brazos, me invitaron casi obligdamennte a acercarme hacia donde se llevaba a cabo la celebración para mantener la distancia necesaria.
En la mesa del patio, bajo el parral, había vinos, jugos de varios sabores y copetines que la adornaban, convirtiéndola en una recepción muy elegante. Todo estaba decorado cuidadosamente para los agasajados. Jorge, el esposo de la criada, ofrecía frutos de diversos colores; acepté con gusto. Este me invitó a que me sentara.
Un poco alejados se encontraban: Mr. Monroe, el padre de Elisa, y el rabino Cohen. Junto a éste, su esposa Raquel, recién llegada de Francia luciendo su sombrero de plumas de garza y avestruz. Enfrente, y junto a su padre, estaba la hermana menor de Elisa, Margarita.
Me miraba con gesto de enojo; pues, durante los meses posteriores a la partida de Elisa, la visité con frecuencia para hacerle compañía y sin darnos cuenta llenamos el vacío que sentíamos, compartiendo aquel “té caliente de la siesta” antes de que sus padres despertaran. Pero, poco a poco, dejé de ir. Entendí su molestia.
Por detrás se acercó John, el prometido de Elisa. Ya nos conocíamos; siempre saludaba con altivez, envuelto en una autosuficiencia anglosajona que parecía demasiado pulida para el campo. Yo le devolvía la cortesía sin quitarle la mirada.
Esta vez fui primero, me levanté y le di un apretón firme, tomándolo con mi otra mano por su antebrazo. Cuando elevé la vista, detrás suyo vi a Elisa pasar con su sombrilla, dirigiéndose hacia la vieja mansión con ese andar seductor, casi danzante, consciente de mis ojos siguiéndola. Antes de entrar, giró su cabeza hacia el costado y mirando el marco de la puerta lo rozó con los dedos, como si reconociera algo que había sucedido allí.
—¡Felicitaciones, John! —le dije,—. Si me disculpás, debo atender un asunto “imposible de evitar”; el viaje fue largo y no hubo paradas.
Él sonrió y respondió:
—Vuen, my fríend… cuendo la natyurrrreleza le llama…nu hay que dejarrla esperrar ja, ja —dijo en su horrible castellano.
—¡Vaya si me llama! —contesté guiñandole un ojo.
Reímos ambos, aunque yo un poco más que él después de salír raudo para la casa.