La Orden. La lucha por una Nueva Rosario está en marcha.

Por Settimo

Durante una emboscada en el operativo de la Resistencia, estalla una batalla feroz. Andrés resulta herido. La retirada se torna caótica hasta que Raúl aparece y logra rescatar a sus compañeros malheridos.

21 — L1 — Reagrupamiento

El rastro de sangre que dejaba el Negro nos complicaba; la única salida rápida que quedaba era nuevamente por debajo. Raúl propuso entrar otra vez y alcanzar la boca de escape de la iglesia que se encontraba en el Colegio de Nuestra Señora del Huerto . Tendríamos que sortear unos 400 metros, más o menos.

Sabíamos que la congregación que predicaba allí pertenecía a la vieja comunidad de “Las Hermanas Missionari della Carità” , una congregación apostólica–católica mundial nacida en España, dedicada al ministerio misionero en el extranjero, especialmente en países azotados por guerras civiles y conflictos armados en contra de los programas militares de La Orden. Actuó activamente en la Guerra de Tasmania , donde predicaron junto al archidiácono William Booth . La comunidad fue desmembrada luego del genocidio en aquellos tiempos y una parte se instaló en Nueva Rosario en la clandestinidad.

El contacto lo teníamos por medio de Scaglia. La Mafia y la Iglesia siempre compartieron ese curioso matiz de ser “antiestado”, confiriendo un aspecto sacro, estableciendo símiles relacionados de forma a veces perversa con el poder divino de quitar la vida… o de darla.

Tras el último trecho por el túnel, salimos por debajo de una de las naves laterales de la capilla. No pudimos evitar encontrarnos con las hermanas dentro, en pleno desconcierto por los acontecimientos presentes.

—¿Qué tabarra es esta? —se oyó.

La hermana Beatriz nos recibió sin demora, acompañando y acostando a Andrés sobre los bancos de la nave principal. Su hemorragia no cesaba.

—¡Vendas, presto, que no tenemos el lujo del tiempo! —ordenó mientras nos interpelaba—. Escuchamos los estruendos de las bombas y la marcha de tropas por doquier. Decid, ¿qué os ha acontecido?

—La toma de la Secretaría se convirtió en una emboscada —dijo Raúl—. Debemos mantener la calma un momento y tratar de comunicarnos con el grupo de los túneles. El Alcalde necesita cuidados, ¿podrán encargarse?

—Sin duda alguna. Jamás hemos dejado a su suerte a luchador alguno, y menos aún a este varón tan valiente defensor de los ciudadanos.

—¡Dejame levantarme!…,¡sacame a esta monja! Hay que proteger al grupo que está en el exterior…aaargh!—se quejaba el Negro.
—¡¡Sharaaap, bellaco testarudo!! —tronó Sor Beatriz, arrancándose el griñón de un manotazo y sujetándole con fuerza los brazos—. ¡Os quedáis aquí hasta mejorar, joder! ¡No estáis en condiciones de mandar ni sobre un gato callejero! ¡Ya deje de decir gilipolleadas hombre! ¡Que coñazo por Dios! ¡Qué pesadez, por la santa cruz!

—¡Seré monja, sí, pero no una criada sin juicio! ¡Nuestro apoyo no ha de confundirse con servidumbre sumisa, que os quede claro! ¿Habéis entendido?

Sor Beatriz era una mujer sobria, de hablar pausado y estatura media-alta. Infundía respeto y bondad al mismo tiempo, una extraña amalgama de carácter belicoso y pacífico, aderezado con improperios que, viniendo de una religiosa, causaban hasta gracia oírlos.

—Te cagaron a pedo, Negro… yo que vo’, me quedo —dije riendo.

La hermana Beatriz nos miró severamente.

—¡Uh, perdón, perdón… ya nos vamos! —agregué, fingiendo inocencia.

Ambos nos pusimos en marcha mientras Raúl retrocedía al trote, persignándose, implorando una absolución divina que le fue obsequiada mediante una sonrisa irónica de la monja.

—Vayan con Dios… que les hará más falta que nunca —dijo mientras atendía a Andrés.

La caminata iba a ser larga. Los túneles de escape de la zona habían quedado destruidos y debíamos avanzar por la superficie. Salimos por calle San Juan y nos dirigimos cautelosos hacia el sur, hacia la delegación de la Policía Federal en calle 9 de Julio , con la esperanza de encontrar a algún sobreviviente del grupo del exterior.

La ciudad era un caos. Miles de patrullas pululaban por las calles, con sirenas ensordecedoras, también por aire. Al acercarnos al destacamento, ya se sentía un olor a pólvora mezclado con un hedor amoniacal asfixiante. La calle, desolada, estaba cubierta de escombros, cientos de proyectiles y casquillos sobre el asfalto. Las viviendas linderas habían quedado con sus puertas arrancadas de cuajo. Esquirlas como ladrillos atravesaron paredes. La onda expansiva resquebrajó casas, arrancó techos, calcinó vehículos y provocó daños materiales a varias cuadras a la redonda. Vainas de diferentes calibres aún humeaban. Grupos de Cascos y policías cargaban cuerpos sin vida de ambos bandos en camionetas.

Pudimos ver con congoja que uno de los cuerpos, aventado encima de otros en una especie de container devenido en morguera, era el de la Morocha… una de “Las Adrianas” .

—Seguí… vamos para el parque —dijo Raúl, afligido.

—¿¡Cuántos más… cuántos!? —maldije para mis adentros, y seguimos camino.

Mi pierna había sido herida en el trajín, lo que ralentizaba la marcha. Como pudimos, llegamos al punto de encuentro. Nadie se hallaba allí.

Nada se sabía de los otros grupos del exterior. Ya en el parque, desolado, sin el sonido de los pájaros, espantados por la tragedia, el lugar se volvía un siniestro campo de muerte que horadaba el alma. Nos tiramos exhaustos al suelo, detrás de unos arbustos de la barranca, mirando el cielo, azul celeste y diáfano, mezclado con nubes negras de humo y destrucción.

—¡Una buena!… ¡Decime una buena, por Dios! —clamaba Raúl.

Pasé mis manos agobiado sobre la cara, despabilándome con un leve suspiro.

—Tenemos que establecer contacto con el grupo del túnel, ¿sigue con señal tu radio? —pregunté, sin recibir respuesta.

—Raúl —lo llamé—… ¡Raúl! —elevé más la voz. No contestaba.

Su cuerpo, acostado a mi lado, no respondía. Le tomé el pulso en el cuello. Se mantenía normal, aunque algo lento. Suspiré: había caído desmayado de puro agotamiento. Tomé su intercomunicador y comencé a replicar.

—Punto de encuentro situado. Responda, comandancia… Repito, punto de encuentro situado. Responda, comandancia.

La radio estaba muerta. El ruido blanco no auguraba nada bueno. De pronto, se escuchó una voz entrecortada…

Aquí… en posición,… “Comando tú… nel” en posición… El plan si… gue en pie, repi… to, el plan si… gue en pie

Era la voz de Martín, muy irregular.

—Hijo de puta… ¿tanto vas a tardar en contestar? —murmuré, olvidando que tenía el canal abierto.

Repi-ta soldado, la com-nicación es m-ala.

—Sí, sí… no, no… digo… estamos en posición, punto de encuentro —dije, disimulando.

Pido su… reintegro a la lu-cha inmediatamente. Necesitamos re-fuerzos en la zona del Bajo Belgrano. Pido con-formidad.

—Conforme. Entendido. Saldremos de inmediato.

Cuando la muerte te rodea, te arrastra como ventolera: a veces para morir, otras para vivir. Pero ninguna de esas dos opciones se aceptan sin dar pelea…