Por Settimo
#22 — L1 — Sobre llovido, mojado
El grupo huye con Andrés herido y recibe ayuda de sor Beatriz en una iglesia clandestina. Raúl y el detective retoman la misión por debajo de una ciudad devastada. La comunicación con los compañeros del túnel se restablece y reanudan el plan.
El trayecto por el túnel era largo, y herido en la pierna, mi cuerpo me pedía piedad. Mi contextura era delgada, pero los pasadizos estrechos me impedían moverme con facilidad, y tampoco sabía si soportaría el viaje completo.
Desde abajo se oían tropas aceleradas en el exterior, cercando todo Barrio Martin para vallar la zona y aplicar un cerrojo que nos aprisionara en el sector del Monumento. A lo lejos, por delante, se escuchaban más explosiones dentro de los corredores. El maldito Judas de Lagostena había vomitado todo nuestro plan. Nos tenían acorralados, lanzándonos granadas termobáricas por las bocas de acceso, persiguiéndonos sobre los talones y sin comunicación. Debía acelerar el paso y encontrar el camino más seguro.
Estábamos obligados a alcanzar al grupo principal, que se ubicaba cerca de la Secretaría, pero tampoco sabíamos mucho sobre su situación. La radio había permanecido muerta desde el último contacto. En el trayecto, las bombas estallaban por doquier y repercutían en la estabilidad de los pasajes subterráneos, de los cuales muchas veces debíamos retroceder al no tener salida. Muchos de los anclajes y sostenes habían cedido. Sin mapas y con la comunicación deficiente, el encuentro se hacía inviable.
El camino elegido apareció bloqueado de pronto, por lo que divisé una salida de ventilación. Subí por los peldaños de acceso para asomarme y tener una visión de lo que pasaba en el exterior. Desde allí pude apreciar que se trataba de la boca de tormenta del conducto pluvial, cerca de las antiguas baterías de artillería Independencia y Libertad. Al ver esos antiguos trastos de guerra sentí alivio; estábamos cerca, aunque también de nuestros perseguidores.
—¿Dónde estamos? —dijo Raúl desde más abajo. También estaba exhausto.
—A metros del mástil del Monumento —contesté.
—Tirame un panorama… ¿Qué ves? —Se notaba muy cansado cuando hablaba.
La cúpula de la Basílica , el Pasaje Juramento y el Palacio de los Leones : todo destruido. El Propileo totalmente derrumbado a cañonazos; el Patio Cívico , completo de escombros y restos de hormigón. Increíblemente, la torre principal del Monumento seguía en pie, rodeada de centenares de Cascos al acecho.
—¡Está todo hecho mierda! —le dije—. Y el camino acá se corta, se vino abajo tod…
¡Boooom!… El sonido de una nueva explosión retumbó a nuestras espaldas, e inmediatamente comenzó a inundarse el túnel al desplomarse una de las paredes. Bajé a socorrer a Raúl, que recibía un hontanar de agua sobre sí. Pude levantarlo y comenzamos a correr, pero poco a poco el nivel del agua comenzó a subir.
—¡Ahgrrrr… la puta madre! ¡¿Qué mierda pasó?! —gritó semiahogado.
La altura del agua ya nos llegaba a la cintura. Atormentado, Raúl trataba de encontrar algo a qué aferrarse, elevando el mentón.
—¡Así no… así no, por favor! —repetía sin cesar. Su acuarofobia le estaba jugando una mala pasada.
—¡Tranquilizate, te tengo!…
—Hasta acá llegamos, me parece… —me decía angustiado, mientras el agua subía rápidamente y nuestras cabezas tocaban el techo del túnel.
—La única salida es por debajo del agua —le expliqué—. Vas a tener que nadar aunque no quieras.
—¡Imposible! Sabés de mi problema —seguía negándose.
Nuestras cabezas tocaban la parte superior de la boca de tormenta. Era imposible levantarla desde abajo, y si de alguna forma lo hacíamos, nos esperaba una horda de Cascos en el exterior.
—Vas a tener que tomar aire conmigo, a la cuenta de tres. Uno… dos…
Raúl me frenó.
—¡Bancá!… bancá un toque… —no se decidía.
—¡Ya no llegamos, Raúl! —le dije.
De repente, se hundió como si lo hubiesen chupado desde abajo. Me sumergí enseguida y, entre la turbiedad del agua, pude ver cómo una silueta humana lo llevaba de los pies, nadando como un perfecto delfín hacia el corredor contiguo que se había abierto con el derrumbe. Asombrado, lo seguí como pude. Tampoco era un buen nadador, y mi disnea me mataba; mis antecedentes de fumador no me favorecían. Detrás de mí, todo se desplomaba lentamente bajo el agua.
Intentando alcanzarlo y esquivando vigas, pasando entre medio de tirantes, pude divisar la salida al aumentar la claridad. A mi compañero ya lo había perdido de vista. Antes de salir a la superficie, sentí que alguien me tomó del brazo desde arriba y, de un tirón, cual pescado, me sacó del agua. Allí me encontré cara a cara, nada más y nada menos, que con el Rubión grandote: el guardaespaldas de Scaglia. Detrás se encontraba el otro guardaespaldas, el que parecía más joven y había arrastrado a Raúl. Sobre el piso, este trataba de reanimarlo haciéndole RCP. Intenté acercarme para ayudar.
—¿A dónde vas? —dijo el Grandote con tono pausado, frenándome en seco—. Dejalo, que sabe lo que hace.
—¡Pero quiero auxiliarlo! —insistí en pasar. Con el brazo derecho me tomó del cuello y me levantó unos centímetros del suelo, dejándome en puntillas.
—Quedate ahí, te dije… —dijo con severidad.
Al instante, Raúl volvió en sí, escupiendo agua y tosiendo.
—¡Papá… mamá! —gritaba entre lágrimas y sollozos. Su desahogo no solo era corporal: Raúl tenía su historia.
Ver a un hombre gritar como un niño duele. Sus padres habían perdido la vida en el Paraná, en “La Noche Negra de los Cascos”, en 2015 . Dicen que los corrieron desde La Florida hasta el Remanso Valerio . En el escape, quedó solo en la costa con su hermanita en brazos, mientras sus padres se metían al río para buscar una canoa que les permitiera acercarse y escapar. Sin piedad, antes de llegar al bote, los bajaron a balazos delante de sus ojos, mientras los cuerpos se los tragaba el río. El evento traumático lo marcó para siempre.
Luego de un rato, ya repuesto, Raúl no dejaba de observar el agua.
—¿Cómo estás? —le pregunté.
—Te gané, hija de puta… —decía sin dejar de mirar el foso inundado—. No pudiste conmigo, te gané… les gané. —Y nos miró riendo a carcajadas—. No pudieron. Les gané —repetía mirándome. Y sin titubear, dijo—: ¡¿Qué estamos esperando?! Hay que reunirnos urgente. ¡Estos bastardos tienen que reparar el daño causado de una puta vez!
Las palabras de Raúl retumbaron en el lugar y en nuestros oídos. Se sintió en el aire la sensación de que, al haber escapado, habíamos ganado una pequeña batalla.