Por Settimo
#30 — L1 — Rezo Divino
Tras abrir el depósito de armas, la resistencia enfrenta una emboscada brutal liderado por el malogrado sobreviviente Lagostena. En combate cuerpo a cuerpo, Raúl lo ejecuta. Scaglia, herido fuertemente, entrega su anillo y legado a sus acólitos. El grupo intentará retirarse cargado de pérdidas y revelaciones. Antes de la salida, la voz del embajador que se escuchó por el receptor del finado sicario los dejó mudos, entre el horror y la revelación.
Dos horas antes…
Totalmente inmóvil Adriana (la Rubia) permanecía en la terraza de la Residencia del Opus Dei, se encontraba a casi 10 cuadras del punto de encuentro; desde allí se escuchaban los movimientos de camiones y tropas. El equipo que comandaba Adriána (la Morocha), su gran compañera, había sido emboscado y aniquilado hasta el último batallador. Después de un largo peregrinar entre los túneles la Rubia se hallaba agazapada frente al lugar donde había sido el combate. Seguía manteniendo la esperanza pues había recibido unos “clics” de respuesta a su llamada, estos le marcaban que aún había posibilidad de hallarla con vida.
Desde allí había observado como apilaban los cuerpos de vencedores y vencidos que habían caído en la batalla en una especie de tanqueta devenida a morguera. Entre ellos se encontraba su amiga, debía interceptarlo antes de que se marchara.
Nuevamente marcó dos clics en el intercomunicador, esta vez no tuvo réplica… Miró por sobre la terraza y marcó otra vez la señal, solo se escuchaba estática.
—La puta madre…—insultaba para sus adentros. —Marcó de nuevo.
—Clics,… clics…—se escuchó de respuesta.
El rostro de la Rubia se iluminó y reafirmó su intuición, no pensaba errada. Rápidamente pero con sigilo, como el mejor felino que quiere su presa bajó nuevamente por las escaleras, pues la calle permanecía colmada de Cascos y ser descubierta sería mortal.
Llegando al final antes del sótano en planta baja aminoró un poco más sus pasos, los rezos de la pequeña joven que se hallaba orando, habían cesado. Verificó su ausencia pero tomó más recaudos y empuñó su arma y quitó el seguro. Se acercó muy lentamente a la puerta principal. Con la respiración contenida espió por la mirilla de la puerta, sus ojos engañados por el polvillo que traía del traqueteo limitaban su visión pero entre pestañeos y agudizando la vista pudo ver el furgón donde se hallaban los cuerpos.
Estaba ubicado justo en frente de la puerta principal de la residencia, a pocos metros de ella, aunque llegar hasta este le era imposible, la calle esta colmada de Cascos. Escuchó un ruido que la hizo estremecer y miró detrás de ella, más observó el aleteo de un pequeño gorrión que se golpeaba contra la ventana. La situación la intranquilizaba, la casa también; era un horrible camposanto con olor a encierro y un color sofocante. Trató de observar de nuevo por el visor inclinando un poco la cabeza hacia adelante, su visión seguía muy borrosa, y las piernas le temblaban. Frustrada, frotó sus ojos y giró sobre su espalda apoyándose sobre la puerta, bufó y maldijo. Al quitar sus manos, apareció a centímetros de su cara como un espectro fantasmal, la muchacha que moraba en el sótano, y con los ojos en blanco comenzó a rezar en forma vehemente.
— ¡Sancte Míchaël Archángele, defénde nos in proelio contra nequítiam et insídias diáboli esto praesídium! ¡Repite! —ordenó poseída.
La Rubia azorada, muy junto a ella, tradujo balbuceando con lo poco que recordaba de latín en sus años de practicante católica, y repitió a modo de rezó totalmente sobresaltada en voz quebrada.
—¡Arcángel San Miguel, defiéndenos en la lucha, sé… sé nuestro amparo contra la maldad…., y las acechanzas del demonio!
—¡Repite más fuerte!… ¡Impére illi Deus, súpplices deprecámur! —Su cara casi rozaba la suya, sintiendo su ácido aliento.
—¡Pedimos suplicantes que… que Dios lo mantenga bajo su imperio!…—repitió gritando esperando aprobación.
La muchacha asintió con su cabeza.
—Ya estás lista…—invocó con voz ruinosa.
La joven abrió la puerta principal, la tomó por la espalda y la empujó delante suyo junto a la vista de todos continuando con la plegaria. Con tantos gritos y muy desorientada, Adriana siguió el juego no muy convencida.
— ¡ Et tu, Princeps militiae caelestis, divina virtute, in infernum conjecti sunt, Satanam aliosque spiritus malignos!
La joven miró a la Rubia y guiño un ojo sonriendo con sus dientes cariados. Adriana repitió complice
—¡Y tú, Príncipe de la milicia celestial, arroja al infierno con el poder divino, a Satanás y a los espíritus malvados!
Ambas se tomaban el pecho en frenético acting a los Cascos que miraban con asombro.
Velozmente desconcertados y con cierto resquemor se empezaron a acercar para calmarla y con ellos varios civiles curiosos. La Rubia aprovecho la distracción y dejó que fluyera el poder divino, pues los gritos y exclamaciones celestiales se escuchaban desde lejos.
— ¡Qui ad perditiónem animárum pervagántur in mundo, divína virtúte in inférnum detrude!
— ¡Esos que andan por el mundo tratando de hacer perder a las almas, arrójalos al infierno!—repetía la Rubia y se alejaba de la situación arengando a la gente.
Uno de los Cascos intentó retener a la muchacha torciéndole el brazo, lo que causó un angustioso grito en ella e indignación en los civiles que observaban. Una simple mujer, descalza y en camisola les hacía frente sin miedo y con solo un rezo como arma. Adriana, trató de ayudarla y recibió la misma agresión por parte de otro. Astuta, aprovecho le situación pidiendo auxilio entre el público expectante que reaccionó en conjunto en defensa de las mujeres atacadas.
Entre golpes, gritos y apretujones la Rubia pudo zafar, aplicando un codazo a su captor, y así alejarse del tumulto. A lo lejos, observaba como su “nueva compinche” que sonreía al cielo mostrando, otra vez, sus dientes cariados mientras la llevaban detenida forcejeando entre la multitud.
—Amén… —marcaron los labios de la muchacha desde lejos. Adriana atinó a saludarla sutilmente con su brazo en alto.
Mientras la distracción se manifestaba corrió hacia la parte trasera del furgón y contempló a su compañera en muy mal estado. La sacó entre los cuerpos y notó que aún daba señales de vida. La cargó al hombro y escapó nuevamente hacia la residencia. Con cierta dificultad la bajó por el sótano y adentraron ambas por la boca hacia los túneles. Atravesó unos metros, y cuando se sintió a salvo se detuvo reposando a la Morocha lentamente sobre el suelo. Arriba en el exterior se escuchaba un gran tumulto.
— ¿Volviste a rezar o lo soñé?—le dijo la Morocha cuando abrió los ojos somnolienta.
—Dicen que “en la trinchera no hay ateos”… y hoy lo comprobé. Descansá un rato, creo que todavía nos necesitan—le contestó.