La Orden. La lucha por una Nueva Rosario está en marcha

Por Settimo

#33 — L1 — Saliendo a ciegas

Las Adrianas logran escapar con ayuda de Andrés y las monjas. La Morocha, herida de gravedad, es trasladada a la capilla. Sor Beatriz, con firmeza y sabiduría antigua, opera en el altar sagrado. Afuera, la guerra ruge; adentro, la vida pende de un hilo divino.

Las horas se hacían interminables, y la Morocha seguía sin reaccionar. Tras la épica recorrida por los pasadizos, Andrés se recostó en un banco de la capilla. Miró a su alrededor y, contando a las Adrianas más los compañeros recuperados en los túneles, no llegaban a una docena. La situación era frustrante. Vencido por el cansancio, dormitó un poco, mientras la Rubia, ya recuperada, intentaba encontrar algún canal de comunicación que funcionara en el intercomunicador de la Morocha. De pronto, la interferencia se cortó bruscamente y se escucharon voces, con algunas distorsiones:

—¡Lagostena!… Aquí Vaisman… Necesito un informe preciso… ¡Lagostena, conteste!…

El Negro se incorporó rápidamente, y todos quedaron inmóviles al escuchar la voz de Vaisman en la radio.

—Este no es nuestro canal de comunicación —dijo la Rubia—. Ese es el radio de…

—¡Vaisman! —completó Andrés, prestando más atención a la transmisión.

—¡Maldito y nefasto sicario, debió haber muerto en esa puta cúpula! —se oía la voz enardecida de Vaisman—. ¡Conteste! Cuando lo encuentre, lo mataré yo mismo.

—Debo decirle que eso va a ser imposible, su hombre ha pasado a mejor vida, Gabriel —se escuchó la voz de Grande, asombrando a todos.

Raudo, Andrés tomó el radio y buscó un canal seguro tratando de comunicarse con sus compañeros.

—¿Me copian? Aquí “Comando exterior”. Repito: aquí Comando exterior. ¿Me copian? —hablaba ansioso, insistiendo.

—Aquí Comando exterior… —Esta vez esperó unos segundos antes de insistir—. ¿Me copian?

Aquí Com-do de t-nel, inf-rme sit-ción —contestó la voz de Arloro, entrecortada.

—Ambos comandos del exterior fueron atacados fuertemente y están desperdigados por los túneles. Estamos en la capilla del Huerto, listos para recibir órdenes—contestó Andrés.

—Tambi-n n-ostros. Ten-mos mala recep-ión. Repi-o, aquí Co-ando de tu-el, informe situa… crshhhh…

La interferencia cortó definitivamente la comunicación. Ante la noticia de que el grupo de los túneles fue atacado, Andrés decidió actuar sin vacilar. Se puso de pie frente a sus hombres y declaró:

—¡Amigos! Sé que el momento es difícil, pero nuestros compañeros nos necesitan. Quien esté dispuesto a cooperar, arme sus pertrechos; partimos en tres minutos para auxiliarlos.

—¡Alcalde! —la hermana Beatriz alzó la voz como una madre superiora.

Andrés, de espaldas a ella, miró al cielo y cerró los ojos implorando paciencia.

—Vuestros hombres están en desventaja y muy débiles. Necesitáis reponeros. Y vos… ¿os habéis dado cuenta de que os falta una mano? ¡Ordenad que no vayan! ¡Sería una misión suicida! —le ordenaba ella, con dureza.

—¿Le parece…? —Señaló detrás suyo, mientras los hombres ya estaban listos nuevamente para la batalla—. Hay momentos en que no se trata de dar órdenes, y justamente esa que me pide, seguro que no la obedecerían —dijo mientras tomaba su PKM y hacía la señal de salida.

—¡Un momento! —dijo impetuosa la monja—. Aquí no se va nadie a ningún lado —Andrés la miró, extrañado—. No sin antes pasar por el confesionario, y eso sí que es una orden. Seguidme.

Sor Beatriz los condujo hasta donde se encontraba el viejo sacramental cubierto de polvo. Andrés pasó su mano sobre él…

—¿No parece que mucha gente se confiese por acá? —dijo irónicamente.

—Dejad las bromillas ásperas, Alcalde, y prestad ayuda; que esto pesa, home —replicó Sor Beatriz..

Con la ayuda de otra monja, empujaron el mueble y, para sorpresa de todos, apareció debajo una especie de fosa repleta de armas de distintos calibres: fusiles, granadas, pistolas y cuchillos, suficientes para combatir a un ejército. Andrés la miró, a punto de decir algo…

—¡Ni una palabra, señor Alcalde! —interrumpió la monja—. “Més preguntar Déu perdona” . Tomad lo que necesitéis y idos cuanto antes. No me hagáis penar; vuestros compañeros os necesitan urgentemente, apresuraos.

Casi todos los hombres cargaron municiones hasta más no poder. Se avecinaba una gran batalla. Andrés no sabía cómo agradecer tanta ayuda; tomó las manos de Sor Beatriz y las besó. Ella le acarició la cabeza, dulcemente.

—Sor Mariana y Sor Inés irán de refuerzo con vosotros. Yo me quedaré aquí con la hermana Kishi, esperando no recibir muchos heridos. No os mortifiquéis por vuestra compañera; es muy fuerte y debe descansar. Queda en buenas manos. Que els arcàngels us vetllin en vuestra lucha, señor Alcalde —dijo Sor Beatriz, mezclando su tono antiguo con un ribete catalán.

—El único ángel que veo en este momento es usted, hermana. Dios la bendiga —respondió Andrés, y luego miró a sus hombres—. ¡Que el premio al esfuerzo sea la libertad! ¡En marcha!

Con el equipo ya formado, el Negro partió decidido por la boca del túnel hacia la zona de La Secretaría, mientras Sor Beatriz sellaba la entrada detrás de ellos. El retumbar de sus pasos resonaba en el túnel mientras se alejaban. No llegaban a ser quince, pero su valentía multiplicaba ese número muchas veces.

La monja regresó al altar, aún con sangre en su hábito, y comenzó a rezar. Junto a ella se situó Kishi, la hermana más joven de la capilla.

—Sor Beatriz, ¿estarán a salvo? —preguntó la joven.

En cap acte de guerra hi ha Déu present. Espero que esta vez la providencia sea benevolente y ayude a estos hombres.