Por Settimo
#37 — L1 — Máxima velocidad
En medio de la emboscada, Andrés y su grupo enfrentan a Vaisman y al juez Morrà. El caos estalla, las balas llueven y las traiciones salen a la luz. Arloro muere revelando un secreto: una superbomba amenaza con destruir Nueva Rosario.
Andrés llegó a la carrera poco después de la refriega.
— ¿Llegó a subir?—preguntó.
—Está adentro—dijo Raúl viendo cómo el monorriel se alejaba velozmente.
La presurización en los vagones mitigaba la sensación de inercia, pero la vista al exterior mostraba cómo la rapidez aumentaba lentamente. La levitación magnética funcionaba al cien por cien y prácticamente no se escuchaba roce alguno, solo un débil zumbido por la resistencia del aire. La velocidad ya no era el problema principal.
Conté siete vagones, lo que me mantenía bastante separado de Vaisman y su grupo. Me encontraba solo dentro de una especie de tubo metálico que se movía a 150 km/h. El plan era acercarme sin ser visto, inutilizar a algunos miembros del grupo y llegar hasta Vaisman. Calculé —con optimismo necesario— que no habría más de seis que lograron subir al monorriel y otros tres se hallaban arriba. Tal vez me engañaba, pero como se dice: “Una vez que entraste al baile…”
Cubriéndome, avancé con el arma en mano por el último vagón, destinado a pasajeros ocasionales que viajan cortas distancias. Me preocupaban las cámaras, pero logré pasar inadvertido hacia los siguientes. La iluminación interior creaba una atmósfera suave y relajante; el andar era casi imperceptible gracias a los numerosos dispositivos electromagnéticos de sustentación. Si no tuviera que enfrentar a casi diez hombres y desactivar una bomba capaz de volar la ciudad, habría dicho que era un viaje acogedor.
Al avanzar hacia los vagones siguientes se escucharon voces lejanas. Tomé precauciones y saqué la otra pistola. Coloqué silenciadores en ambas, aunque disparar no era aconsejable: debía ser extremadamente preciso. En el paso de fuelle entre segunda y primera clase, antes de entrar al próximo coche, distinguí por las puertas a cuatro Cascos que festejaban su triunfo, bebiendo champán en pequeñas botellas, seguramente escamoteadas de los dispensers individuales de la Business Class . Vaisman no estaba entre ellos.
Uno de los soldados se dirigió hacia el sector donde me ocultaba; rápidamente regresé e ingresé a sector de los baños y me ocultè en uno de los boxes. Guardé la pistola y tomé el cuchillo de combate. Si había cruce, tendría que ser silencioso. La puerta intermedia se abrió y se escucharon cánticos y risas. Al cerrarse quedó solo la voz dle soldado entonando una marcha militar alemana. Listo para la embestida, me preparé.
Rápido y sigiloso, crucé y lo ataqué en la garganta: hincando el cuchillo y tapándole la boca. Seguramente su última imagen fue la mezcla rojo-oscura de su sangre y orina en el sanitario. El pobre diablo cayó sin un sonido. Deposité lentamente su cabeza en el inodoro; jamás habría imaginado una muerte tan patética.
—Uno menos…—me dije.
Salí y opté por las pistolas. Sin titubeos, entré al vagón y acerté tres disparos certeros en las cabezas de los restantes, estampando rojo la ventanilla y parte del tapizado blanco de las butacas.
—Tres de tres…—conté.
Seguí agachado hacia los vagones siguientes. Ya vacío el primero, solo restaban dos: el de Clase Superior y el de Business , sin contar el del maquinista, con su morro para entrar en los tubos de vacío de Hipervelocidad . Observé antes de entrar: tres Cascos más y otro que acompañaba a Vaisman hacia el siguiente vagón. El embajador llevaba en la espalda la mochila donde se hallaba la poderosa bomba. Esperé a que se alejaran.
Tomé el coche por asalto. Esta vez fallé en el estilo: un quinto hombre estaba en el lado ciego de mi posición; al verme, se lanzó sobre mi brazo y desvió el disparo. El proyectil erró y dio contra la ventanilla lateral, provocando la despresurización del vagón.
La succión se hizo sentir. Uno de los soldados salió despedido hacia su compañero, estampándolos contra las ventanas, mientras mi atacante me retenía para no perder el equilibrio. Con la otra pistola, disparé a quemarropa contra su pecho, liberándome, y me cubrí tras unas butacas para sostenerme. Los restantes ametrallaban infructuosamente, sin equilibrio, destruyendo asientos y haciendo volar pedazos por el aire. El vagón ya parecía un colador: los rayos de sol se marcaban sobre la humareda y los despojos, que simulaban una nieve invernal.
— ¡Töte den Bástard! —gritaba el embajador desde la puerta de comunicación al siguiente vagón.
Desde mi posición acerté dos disparos a través de los vidrios del fuelle de paso, hiriendo al soldado que estaba junto a Vaisman; cayó encima de él. Seguí cubriéndome y disparando, vigilando la reacción del embajador.
En un acto totalmente desquiciado, el embajador levantó el cuerpo del soldado herido, desenganchó los seguros de las granadas que colgaban de su chaleco, y mientras este pedía clemencia, lo lanzó hacia nosotros como proyectil humano.
La explosión abrió un boquete en el techo; los cuerpos de los Cascos, mezclados con restos del vagón, salieron proyectados con gritos lastimeros, señalando una caída hacia la muerte segura. Yo me mantuve cubierto, aferrado a unos débiles soportes, y aun así fui despedido hacia el hueco de salida provocado por la explosión. Todo parecía el fin: en mi vuelo aéreo pude sujetarme a un trozo de hierro que sobresalía del convoy, quedando con gran parte del cuerpo fuera, flameando como jirón de tela. Con esfuerzo y varios intentos, pude sostenerme mejor con el otro brazo, aunque me costaba respirar.
Estábamos cerca de las salidas de la zona urbana, camino al puente entubado Rosario–Victoria. El ingreso al tubo de vacío de empuje magnético, que elevaría la velocidad por encima de 1.000 km/h, era inminente.