La Orden. La lucha por una Nueva Rosario está en marcha

Por Settimo

Último Capítulo
#38 — L1 — Siempre volverán

En plena persecución dentro del monorriel, el detective, avanza solo, abriéndose paso entre los hombres de Vaisman. El tren dañado avanza a toda velocidad, mientras una bomba amenaza con destruir Nueva Rosario. Cada decisión define quién saldrá vivo del caos.

Los golpes de mi cuerpo sobre el techo del vagón delataban mi presencia. Aunque desde allí Vaisman no lograba verme, sabía que debía salir de esa posición. Traté de aplanarme contra las hendiduras del techo y me atenacé con más fuerza para alejarme de su línea de tiro. Mis manos ya no soportaban el dolor, pero en un último esfuerzo llegué al fuelle que separaba los vagones, desde donde pude sostenerme mejor. Quedé a corta distancia de la puerta de acceso para pasajeros. Desde mi perspectiva, advertí que pasábamos por las reformadas Torres Dolfines Guaraní , ahora convertidas en rascacielos.

Tras mi esfuerzo por llegar a las puertas, éstas se abrieron inesperadamente y por ellas apareció el brazo de Vaisman, armado con una pistola, disparando a ciegas una y otra vez en distintas direcciones. Los proyectiles rozaron partes de mi cuerpo, rasgando la tela de mis pantalones.

—¡Es tu fin, Detektiv ! Alea iacta est , la suerte está echada… has cruzado tu Rubicón —gritaba sin poder verme.

—Pues que empiece el juego… —respondí, y le lancé una patada en tijera, desarmándolo. Lo escuché quejarse desde el interior.

—¡Maldito gaucho primate, eres hombre muerto!

Divisé al final del techo un acceso de emergencia a la cabina del motorman. Seguí mi recorrido luchando contra la fuerza del viento; el peligro era inminente: una de mis piernas quedó colgando fuera del techo del vagón mientras me sostenía solo con la fuerza de mis dedos, asidos a las rendijas, cuyo agarre cedía a cada momento. Un movimiento en falso y volaría como un papel, hecho jirones contra el suelo. El monorriel seguía su curso sin detenerse en las paradas, pero pronto reduciría la velocidad de forma automática: ya nos aproximábamos al Gigante de Arroyito . Allí estaba la curva del cambio de aguja; desde allí las vías suben unos diez metros del suelo; después todo sería recto y el monorriel aceleraría hacia la entrada del túnel propulsor.

Mejore mi postura y me acerqué al acceso de emergencia. Pero, antes de llegar, Vaisman emergió como un tiburón sobre su presa, completamente enajenado. Apuntando con una ametralladora, exclamó:

—¡Tu fin ha llegado… junto con el de tu ciudad! —gritaba victorioso, con el viento a sus espaldas.

Cerré los ojos con fuerza y bajé la cabeza. Ya no tenía opción de escape; en mi estado de indefensión, solo esperaba el desenlace fatal. Detrás de mí, escuché una ráfaga de disparos que resonaron en impactos metálicos, recorriendo el techo y haciendo que Vaisman perdiera el equilibrio, cayendo nuevamente dentro del monorriel. A mis espaldas, divisé el mismísimo “Pájaro Negro” y, para mi sorpresa, escuché en mi intercomunicador una voz familiar que sonaba como música maravillosa:

Andá sumando un nuevo salvataje en tu cuenta, “detective” —dijo Raúl, con tono burlón.

El mismisimo aeromóvil del embajador estaba siendo piloteado por Raúl y, a su lado, como copiloto, iba nuestro amado alcalde.

—Okey, lo que faltaba… —contesté—. Ahora esta ciudad tiene su propio dúo dinámico.

Cubrite, vamos por el frente —dijo el Negro.

El aeromóvil se posicionó frente al monorriel, enfrentando su trompa mientras volaba en reversa. El Negro me hizo señas para que me mantuviera alejado y me cubriera. Desde allí lanzó una serie de granadas adhesivas sobre el parabrisas delantero del monorriel. Al activarse, voló parte de la trompa del vehículo.

La humareda me obligó a cerrar los ojos. Me acerqué a la compuerta superior para observar el interior. Al asomar la cabeza, mi vista recorrió toda la cabina y divisó un enorme hueco, con el aeromóvil volando en reversa al fondo. No había señales de Vaisman, pero al girar hacia el otro lado, como un fantasma a centímetros de mí, apareció su rostro sádico. Tomó mi cabeza con rapidez y, de un tirón, me obligó a caer dentro de la cabina, golpeándome las costillas contra un borde saliente. El dolor casi me dejó indefenso.

—¡Ustedes son una maldita astilla en mi dedo! —gritaba mientras me pateaba con furia—. ¡Son piedras en mis botas!… ¡Pero tú no saldrás vivo de aquí… ni tampoco ellos! ¡¡Devuelvan mi aeromóvil!!—vociferó.

Apuntó hacia el bólido y disparó con un lanzagranadas manual, dañando un ala y obligándolo a desviarse.

—¡Acabas de obligarmen a dañar a mi Schwarzer Vogel, y eso me molesta mucho! —decía, mientras dejaba caer el lanzagranadas al piso y apuntaba a mi cuerpo con una pistola.

—¡Ya estoy cansado de tus berrinches de niño malcriado! —le grité, furibundo.

A pesar del dolor en las costillas, tomé impulso y enredé mis piernas alrededor de su cuello, obligándolo a sostener mis tobillos. Girando, ambos rodamos y terminamos colgados por la abertura rota de la cabina. Vaisman y yo quedamos suspendidos en el vacío, luchando por una mochila bomba. Sus fuerzas comenzaban a abandonarlo.

—¡Tómese con ambas manos, embajador! —le dije.

—¿Y entregarme?… ¡Noch nie!

—Debe hacerlo usted, Gavriel … deme su otra mano —repetí.

Trató de elevarse nuevamente pero su brazo ya no resistía, trato una vez más… Vaisman comenzó a reír forzosamente negando su inaplazable derrota…

¡Du bist nichts! ¡Tú, no eres nada!…—gritaba quejoso— ¡Ustedes, no son nada!… nunca heredarán nuestros títulos, nosotros lo somos todo, volveremos en otros, ¡Somos inmortales! —Su mano comenzó a deslizarse por la correa de la mochila.

Finalmente, la mano de Vaisman cedió y se soltó, dejándose caer al vacío.

—Aquí lo esperaremos —susurré, mientras lo perdí de vista rebotando infinitamente contra el piso.

Logré subir y dirigirme hacia la cabina para activar los frenos de emergencia, justo antes de llegar al túnel de vacío. Tomé el intercomunicador:

—Aquí comando de resistencia, ¿me copian?

—Aquí, alcalde Andrés Maniscalco. Te copio… a tu izquierda… —respondió la voz.

Desde la trompa destruida, podía verlos a ambos. Andrés y Raúl flotaban en el aire desde su aeromóvil, con un ala humeante y sonriendo.

—Tengo en mi poder el artefacto explosivo —dije, levantando la mochila casi como si festejara un gol.

Excelente imagen, detective, digno de su apellido —contestó Raúl.

Me da ganas de darle un abrazo… jaja —completó Andrés con voz irónica.

—La ciudad es suya nuevamente, alcalde —le dije.

Está equivocado, “detective” —corrigió Andrés, mientras encendía un habano—. La ciudad es nuestra.

El aeromóvil giró y se alejó en el celeste cielo. Antes de perderlos de vista, escuché por el intercomunicador a Andrés preguntarle Raúl:

¿Me podés explicar que mierda es eso de Skaa-Lee?

Ja ja ja ja… —La risa de Raúl se perdió en el aire.

Epílogo

_Germania Magna, Vizcondado de Labourd, Cordillera de Los Pirineos…_

El joven recluta corría velozmente hacia la carpa de campaña donde se encontraba su comandante, el Lehendakari Carlos Ibarbia . Al llegar a la entrada, advirtió que estaba acompañado por su camarada, William Booth ; se detuvo en seco.

—¡Señor, permiso para ingresar! —proclamó, haciendo la venia a su superior.

—Adelante, soldado… —dijo correspondiendo el saludo.

—Señor, noticias desde el Cono Sur.

—Pase, gudari , acérquese, no tema.

El Lehendakari tomó la tablet que el muchacho le extendía. En la portada del diario digital La D de Nueva Rosario , en primera plana, aparecía una carta abierta a los ciudadanos del mundo.

“Después del episodio en Nueva Rosario, ciudad del Cono Sur, y de tantas muertes ocasionadas, La Orden se vio obligada a dimitir su posición de intervención, deslindando claramente responsabilidades.

El mundo se identificó con los Discordantes de Nueva Rosario. Gracias a ellos, en su nombre, encontró la fuerza para unirse y redescubrirse. La valentía de algunos y la entrega hasta de sus vidas quitaron las vendas de la sumisión. La lucha continúa y continuará por mucho tiempo, y creo que seguirá infinitamente. Ahora, más que nunca, debemos reafirmar los valores de la resistencia, combatiendo para reivindicar nuestros derechos y viendo en la disputa civil una oportunidad para vehiculizar nuestras demandas.

La razón es y será la misma: Desafiar a los poderosos, rebelarse frente a las injusticias…”

Andrés Maniscalco (Alcalde de Nueva Rosario)

El Lehendakari miró socarronamente a su par, que estaba detrás de él.

—Lo lograron… —dijo mientras tomaba asiento en su sillón—. William, creo que es el momento —comentó y encendió su puro

—Ya lo creo, Carlos… —respondió su camarada, en un tono cargado de certeza.

El silencio que siguió fue espeso como el humo del habano recién encendido. La tela de la carpa se movía suavemente con el viento del amanecer.

Carlos observó el fuego de la lámpara titilante sobre el escritorio.

El reflejo oscilante hacía que su rostro pareciera el de un hombre más viejo, gastado por la historia. William, su camarada de tantas batallas, asintió en silencio.

Ambos sabían lo que significaban esas palabras.

—Nunca pensé que los veríamos retroceder —dijo William, con una voz grave, casi ronca—. Que La Orden dejaría caer su manto de hierro.

Carlos esbozó una sonrisa tenue.

—No lo hicieron por convicción… lo hicieron por vergüenza. Y esa, mi amigo, es la grieta por donde se cuela la esperanza.

Afuera, los primeros rayos del sol rozaban las banderas desgastadas ondeando sobre un suelo que había sido tantas veces mancillado.

—¿Qué dirá la historia de nosotros, Carlos? —preguntó William.

El Lehendakari exhaló el humo despacio.

—Nada… —respondió—. Y eso está bien. Lo importante es que la historia hable de ellos… de los que murieron creyendo.

El joven recluta quedó detenido un instante, mirando con una mezcla de respeto y desconcierto a los dos hombres.

—¿Y ahora, señor? —preguntó.

Carlos apagó el puro contra el borde metálico del escritorio, levantó la vista y murmuró con calma:

—Ahora… reconstruimos. Esparzan la noticia.

El viento abrió un pliegue de la lona y, por un instante, la luz inundó la estancia.

El amanecer se posó sobre los rostros de ambos oficiales.

Y en ese instante efímero se sintió —como un eco que atravesaba las fronteras del tiempo— que la resistencia, una vez más, había vuelto a comenzar.