Por Oscar Di Terlizzi
Quiero aclarar que los hechos que relataré a continuación son reales. Si bien, algunos eventos que expondré, a me llegaron a través de terceros, éstos, cuentan con mí más absoluta confianza.
Unos meses atrás, mientras le realizaba una visita a mi abuela, en el hogar de ancianos donde se encuentra alojada, me topé con esta historia. Andrés, uno de los empleados del lugar ( enfermero, mucamo, acompañante terapéutico, etc.), aprovechando que realizaba tareas en cercanías a la mesa donde nos hallábamos tomando unos mates, se acercó a saludar. El hombre, un locuaz sujeto de unos treinta años, me preguntó si seguía trabajando en la revista zonal donde desarrollaba labores periodísticas. “Tengo algo que te va a interesar”, me dijo en tono intrigante. “¿Lo ubicás a Ernesto Lambertti? ¿El de la pieza seis? “, me preguntó, bajando el volumen de su voz.
Ernesto “Pocho” Lambertti, fue, hace casi medio siglo, un héroe local, gran protagonista de los torneos de fútbol zonales. Todavía se cuenta en los bufets de los clubes más importantes del sur santafecino, que el hombre, tranquilamente podría haber llegado a la primera de alguna entidad importante. Un embarazo no planificado con su noviecita de siempre, sumado a las costumbres conservadoras del pueblo, lo llevó a buscar mayor certidumbre en su futuro. Allí, de la mano de un directivo del club, apareció la seguridad de un contrato laboral en un frigorífico cercano, sumado a mantenerse en el circuito futbolístico de la región, jugando sólo los fines de semana.
Más acá en el tiempo, viudo y con un Alzheimer incipiente, decidió instalarse en un hogar de ancianos, “no quiero molestar a nadie”, dijo, refiriéndose sin dudas a su única descendiente. Sin contemplar otras opciones, fue y se alojó en la casa de retiro.
“La historia empezó hace unos meses”, arrancó el enfermero con su inconfundible voz nasal, casi metálica. “Un día, llega la hija de Pocho y me cuenta que estaba casi sin dormir. La noche anterior, había fallecido una tía, hermana de la madre. “¿Juana?, ¿la qué le trae las galletitas de membrillo?, le pregunté. Se sorprendió por lo que dije, entonces le expliqué, que el padre, un par de días atrás, me contó, que fue a lo de su cuñada Juanita a tomar unos amargos y se pasaron la tarde conversando. Teniendo en cuenta que el hombre no había salido de la residencia, lo asumí como algo propio de su patología. La mujer no le dió importancia y todo quedó ahí”.
Paró un instante para tomar un mate y con nuevo impulso continuó: “El asunto siguió unas semanas después. Una tarde, mientras miraba un partido del nacional B, me preguntó si conocía a Evaristo Ferreti, el periodista deportivo. Claro le contesté y ahí nomás me contó que recién había ido a visitarlo al canal y se tomaron un cafecito, mientras recordaban la época que el tipo lo relataba en la radio de Arroyo Seco. Le seguí la corriente, yo sabía que él nunca se había movido del comedor, pero…”
Ferreti falleció en junio, le dije. Asintió y mostrándome el dedo índice de su mano derecha exclamó “¡Un día! ¡Un día después que me lo contó! Pensé que debía ser casualidad, pero igual se los comenté a todos. Se reían de mi, ¡pedile un número para la quiniela!, me decían, ¡Que se haga un Quini!, me cargaba la cocinera.
Todos se lo tomaban en broma pero a partir de lo del periodista, la cosa cambió, se puso tensa. Le preguntábamos si había ido a visitar a alguien o se encontró en un café con algún amigo o cosas así pero nada. Habrán pasado no sé… dos semanas, Virginia, la mucama, le estaba por servir la merienda y veo que se pone pálida. Me mira y me llama con la mano. Cuando me acerco le dice; don Pocho, cuéntele al Andres por dónde anduvo. Lamberti me dice que fue hasta General Lagos, se tomó un vermut con el gordo Fernández, el carnicero. Ahí nomás me puse a averiguar de algún carnicero con ese apellido, pero no me enteré de nada. Pasaron un par de días y leo en el diario de Arroyo Seco que; en la localidad de Viedma, había fallecido a causa de un accidente por inhalación de monóxido de carbono, el ex delegado comunal de General Lagos , Enrique Fernández, titular de la famosa cadena de carnicerías. ¿Te das cuenta? vivía en el sur hace un montón de años…”
“El viejo lo ve venir, abre la boca y temblamos, estamos enloqueciendo.”
En ese momento uno de los ancianos en silla de ruedas, llamó al enfermero para que lo lleve al baño. me quedé allí con mi abuela que por sus problemas neurológicos, no atinaba más que a sonreirme y tomar mates con galletitas. Busqué a Lamberti con la mirada, lo encontré delante de un televisor mirando un partido de fútbol de la liga portuguesa, creo. Descubrí que nadie del personal se le acercaba sin necesidad, tenían un temor lógico.
Tampoco me aproximé como otras veces. Creo que también tuve miedo.
Pasé más de un mes sin volver al residencial de ancianos y ayer a la mañana me llegó un whatsApp de Andres: “ ¡¡¡Venite!!! Pocho fue a ME-REN-DAR con un chico, no sabemos quién es”. Sin perder tiempo, fui al geriatrico. Saludé a mi abuela e inmediatamente busqué al enfermero.
“No sabés”, me dijo sin saludarme , “volvió a pasar, fuimos a servirle el desayuno y no quiso comer nada. Nos dijo que había ido a tomar la leche a la casa de un nene. Le preguntamos quién y no supo respondernos. ¿No se acuerda dónde?, le pregunté, me contestó que la calle no tenía nombre pero la dirección era 232. Decía eso y que el chico era un flaquito sin un pelo.”
Era obvio que era un varón que vive o vivió en esa numeración. El enfermero, ya había preguntado en el hogar, no solo si alguien residía en ese número o algún familiar pero no encontró coincidencias. Una de las mucamas no paraba de llorar, tiene unas tías gemelas que vivieron en la calle Italia 032. No podía sacarse de la cabeza que eran “dos en el treinta y dos”. Me pareció muy rebuscada la deducción pero no hubo forma de consolarla.
Decidí buscar a la hija, la llamé con la intención de encontrarme con ella, tal vez nos pudiese orientar Estaba al tanto de las supuestas premoniciones pero aun así era muy escéptica en estos temas. Accedió a recibirme aunque recién al otro día. Se hallaba en Salta por razones de trabajo y llegaría a la mañana. Pensé que podía ser tarde, de todos modos acepté. Dediqué el resto del día a mis tareas habituales, sin poder quitarme de mi mente el “232”. Hice algunos llamados a los clubes dónde jugó, casi todos sus conocidos habían fallecido o no tenían ni idea.
Cansado por no dormir, obsesionado por lo de Lamberti, en el momento que me lo permitió, alrededor de las diez, fui a la casa de la hija. Se llama Agustina, es una ingeniera de unos cincuenta y cinco años y me recibió muy amablemente pero visiblemente cansada con el viaje. Por el hecho de conocernos del residencial, se sintió en la obligación de atenderme aunque no creyera en la posibilidad de las “predicciones” de su padre. Mientras conversábamos, no podía quitar de mi mente el hecho que el niño que vio a Lambertti, estaba próximo a morir , si no lo hubiera hecho ya. Luego de un buen rato de hacer deducciones que no llegaban a destino, nos dispusimos a revisar cosas guardadas en cajas polvorientas. Fotos , recortes y documentos antiguos ocupaban varios arcones. Luego de un rato de búsqueda, se disculpó y fue cambiarse para poder volver a sus ocupaciones laborales dejándome solo en la requisa. Allí, dí con un fajo de fotos en blanco y negro que viraban a un sepia nostalgioso. fue entonces que encontré algo, la imagen de un niño muy delgado, de cabeza rapada. Posaba como un profesional, con una pelota de cuero de las viejas, las de tiento. Estaba en el portal de una casa antigua cuya dirección no se veía claramente. Sentí una excitación extraña como cuando estás por abrir un regalo navideño, pero mayor, estaba en juego la posibilidad de salvar una vida.
Me centré en la búsqueda de otra foto donde ver mejor el número de la propiedad. La encontré, era la imágen de una pareja de ancianos con una bebé en brazos. Si bien era en blanco y negro, no tenía tantos años como la anterior. Alli estaba, por encima de la cabeza del hombre, el ¨”232”. No me pude contener, casi entro al cuarto donde la mujer se preparaba para salir. Desde el antebaño previo al dormitorio, y ante mi llamado eufórico, salió vestida, todavía sin calzar.
Vió la figura y luego me miró con ojos de asombro, ¡Soy yo con mis abuelos!. Esa es la casa de los padres de mi papá en Pueblo Esther, me dijo. Automáticamente le mostré la otra fotografía, la observó, y sin levantar la cabeza susurró: “Es mi papá”. No recordaba ésto y mucho menos el número de la casa. Revolvió nerviosa entre papeles amarillentos hasta encontrar una vieja libreta de familia. ¿Ves? Acá está la dirección, “calle sin nombre 232, Lomas de Esther”. Claro, pensé, si el lugar habría sido un caserío de un par de cuadras, ni nombre tenía la calle.
La excitación del descubrimiento no nos dejó pensar qué era lo que teníamos ante nuestros ojos. Ambos celulares nos sonaron, a mí un mensaje y a ella, una llamada. Entró a su dormitorio para atender, mientras yo, leía el WhatsApp de Andrés: “MURIÓ POCHO!!!. Se acostó un rato y no despertó más, parece que fue un infarto”. Levanté la cabeza buscando a su hija y en ese momento sentí un llanto ahogado que llegaba del dormitorio.