Ambas disciplinas deben enfocarse en mejorar la calidad de vida de las personas, pero solo a través de la participación activa y la construcción colectiva es posible lograr cambios reales y duraderos.
Por Juan Carlos Singerisky.
Existe una estrecha relación entre la salud y la política, ya que ambas deberían tener como fin último mejorar la calidad de vida de las personas. Sin embargo, esta perspectiva no surge solo del conocimiento científico adquirido durante mi carrera médica o de la teoría política, sino de una experiencia más cercana: la construcción colectiva, que parte de escuchar, aprender y poner el cuerpo al servicio del otro.
Durante más de 30 años de trabajo en la salud pública, realizando partos, cirugías y ecografías, comprendí que la relación médico-paciente trasciende lo técnico. Se trata de dos personas que intercambian experiencias, donde el acto de escuchar y empatizar es fundamental. Algo similar sucede en la política: o te limitas a repetir lo que te imponen, o te esfuerzas por construir un diálogo genuino con la gente, uno que cuestione y transforme lo establecido.
La política, como la salud, debe ser un ejercicio colectivo. No hay proyecto que pueda sostenerse sin la participación activa de aquellos a quienes impacta. Si nuestras propuestas no involucran a las personas, se convierten en meros ensayos teóricos, condenados a la ineficacia.
Es fundamental que todos nos apropiemos de nuestros derechos, que defendamos lo que nos corresponde, desde el acceso a la salud hasta la participación en las decisiones que definen nuestra calidad de vida. En un contexto donde estos derechos son atacados, la indiferencia no es una opción.
El cambio solo será posible si lo construimos juntos, si cada uno asume un rol activo en la transformación de nuestra realidad. Solo con una participación colectiva podremos garantizar un futuro mejor para todes.